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sábado, 12 de noviembre de 2011

Carlos

Cuando apareció Carlos por primera vez, lo hizo sentado en un asiento de un tren de cercanías, repitiendo el mismo trayecto cada mañana sin importar camino de qué destino. Porque como personaje, Carlos, existía sólo en el lapso de tiempo del trayecto, y el conjunto de todos estos intervalos, de duración idéntica, puestos uno tras el otro, eran una eterna espera camino de algo aún por alcanzar, que era al fin y al cabo, la vida de Carlos.
Desde un primer momento apareció mirando a una joven, como desprovisto de partida de nada propio. Contemplaba a otra pasajera del tren que leía atentamente una novela. Para mí, como para Carlos, aquella joven carecía de un nombre, de una identidad aparte de su aspecto, y del hecho de que leía invariablemente cada mañana, con igual interés que paciencia.
Mientras para mí el interés estaba en Carlos, mi personaje apenas por nacer, él se interesaba por la joven lectora, que por su parte no tenía ojos sino para su libro, y mi búsqueda de un argumento literario se retiraba encarcelada como por algún tipo de emboscada del azar en las páginas de aquel libro, por supuesto en blanco, viajando en el interior del vagón de un tren de cercanías cualquiera. Preso dentro del círculo cerrado de los intereses imaginarios creados entre unos personajes incompletos, que por alguna razón desobedecían a mi voluntad.
Ocurrió, que al mismo tiempo que crecía mi interés por lo que aquel libro vacío pudiera esconder, a la vez que perseguía en él el camino que pensaba habría de llevarme a mi historia, Carlos se interesaba también más y más por el libro, pero por razones bien distintas. Para Carlos el libro se convirtió con las horas acumuladas de trayecto, en la llave para llegar hasta la joven lectora. La novela era a la vez el objeto en que se centraba la atención de aquella chica, y el total de su vida mientras leía. Así que si Carlos deseaba su atención, si deseaba entrar en su vida, debía ser a través del libro.
Durante días intentamos sin éxito Carlos y yo asomarnos por entre las manos de la joven a las líneas del texto transparente, acertar a distinguir el título escrito sobre la portada, o el nombre de un autor inexistente. Pero todo el esfuerzo fue en vano, y la historia hubiera quedado en esto si no hubiera sucedido, semanas después, algo insólito. Una mañana, llegando la parada en que la joven descendía cada día del tren y se difuminaba con ello su existencia de personaje sobre el andén, dejó olvidado en un descuido el libro sobre su asiento, dirigiéndose a la salida. Carlos que lo vio, se levantó apresuradamente, lo recogió y salió corriendo tras de ella. Cuando Carlos llegó hasta la compuerta, era ya demasiado tarde, ella había desaparecido entre la multitud que bullía como por primera vez al abandonar los vagones, y las puertas se cerraban a la espera de que el tren reanudara la marcha. A la momentánea desilusión, se sobreponía una novísima realidad, un inesperado panorama abierto. Repentinamente para mí y para Carlos nacían dos historias, dos vidas por descubrir: la existencia más allá del tren, antes y después del trayecto, fuera de la frontera de sus compuertas; y la vida contenida en el libro en sus manos, que se escribía insospechadamente sobre sus páginas en blanco. Carlos tomó conciencia de esta nueva realidad, aspiró brevemente, y con un gesto detuvo las puertas que se cerraban y saltó al andén, justo en el momento que el tren comenzaba a dar sus primeros pasos. Empezaba así al fin esta historia. Carlos corriendo tras la joven lectora, con las líneas del libro hallado palpitando, recién nacidas, como un tesoro entre sus manos.

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